sábado, 9 de diciembre de 2006

La esclavitud impuesta

15.La esclavitud impuesta


En general, cuando los fumadores tratan de dejarlo, las razones más
frecuentes son la salud, el dinero y el rechazo social; pero una parte del lavado
de cerebro de esta horrible droga es la pura esclavitud que impone.

En el siglo pasado hubo una dura lucha para abolir la esclavitud, pero el
fumador se pasa la vida padeciendo un estado de esclavitud autoimpuesta. No
parece darse cuenta de que cuanto más se le permite fumar, más desearía ser
un no-fumador. No sólo no disfrutamos de la mayor parte de los cigarrillos que
fumamos, sino que ni siquiera nos damos cuenta de que los fumamos.

Únicamente después de un período de abstinencia podemos pensar que
disfrutamos de algún cigarrillo (por ejemplo, el primero de la mañana, el de
después de comer, etc.).

El cigarrillo sólo posee cierto valor a nuestros ojos cuando intentamos
reducir el consumo o dejarlo por completo, o cuando la sociedad nos obliga a la
abstinencia, por ejemplo, en las iglesias, en los hospitales, en los
supermercados o en el cine.

El fumador decidido a serlo debe hacerse cargo de que esta tendencia a la
prohibición de fumar irá a más, no a menos. Hoy es en ciertos lugares, mañana
será en todos los edificios públicos.

Ya pasaron aquellos tiempos en que el fumador podía entrar en casa de un
amigo o de un desconocido y preguntar: «¿Os importa que fume?» Hoy en día,
el pobre fumador, al entrar en una casa ajena, buscará desesperadamente
ceniceros y si contienen colillas. Si no ve ningún cenicero, tratará de aguantarse,
y si esto resulta imposible pedirá permiso para fumar. Se le contesta cada vez
con más frecuencia: «Bueno, puedes fumar si no hay más remedio», o bien
«Preferiríamos que no fumases, el olor tarda tanto en irse después...». El
desgraciado fumador se siente miserable, deseando que se abriese la tierra y se
lo tragase.

Me acuerdo de cuando yo fumaba; cada vez que iba a la iglesia era una
tortura. Incluso en la boda de mi hija, tenía que haberme comportado como el
clásico padre orgulloso, pero pensaba: «A ver si termina esto, y salimos a fumar
un pitillo.»

Te ayudará observar a los fumadores en estas ocasiones. Forman corrillos.
Nunca sale un paquete solo. Se ofrecen una veintena de paquetes, y la
conversación es siempre la misma:
– «¿Fumas?»
– «Sí, pero oye, fúmate uno de los míos.»
– «Me fumaré uno de los tuyos luego.»

Los encienden y aspiran el humo hasta el fondo de los pulmones, mientras
piensan: «Qué suerte la nuestra. Tenemos este premio, y el pobre no-fumador
no tiene ninguno.»

Ni falta que le hace al «pobre» no-fumador. Nuestro cuerpo no fue
diseñado para irse envenenando sistemáticamente durante toda su vida. Lo más
patético es que incluso mientras fuma, el fumador no alcanza esa sensación de
paz, confianza y tranquilidad de la que el no-fumador ha disfrutado toda su vida.
El no-fumador no está sentado en la iglesia deseando que se pase el tiempo
más rápidamente. Puede disfrutar de toda su vida.

Me acuerdo de cuando jugaba a los bolos en campo cubierto en invierno.
Estaba prohibido fumar en el recinto, y, con la excusa de ir al WC, me escapaba
de vez en cuando para tomarme unas caladas en secreto. No era ningún chaval
de catorce años, sino un respetado asesor financiero de cuarenta años. ¡Qué
triste espectáculo! Incluso cuando había vuelto y estaba jugando no me lo
pasaba bien. Sólo esperaba que acabara aquello para poder fumar. Esa era la
manera que tenía de relajarme y de disfrutar de mi hobby preferido.

Para mí, uno de los mayores placeres de ser no-fumador es verse liberado
de esa esclavitud, y disfrutar de todas las cosas de la vida; en lugar de estar la
mitad del tiempo aguantándote sin fumar para luego, cuando enciendes un
cigarrillo, estar deseando no tener que hacerlo.

Los fumadores tendrían que grabar en su mente que cuando están en casa
de un no-fumador o en compañía de no-fumadores, no es el no-fumador
santurrón quien les está privando de un placer, sino el «monstruito».

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